lunes, 8 de agosto de 2011

DIARIO DE UN MUERTO / Capítulo XIII


Los Renegados presentan:

DIARIO DE UN MUERTO
LIBRO II
Capítulo XIII

Escrito por: George Valencia (Calavera)




1

Han pasado casi tres meses desde la última vez que escribí algo en este Diario, e igualmente ha sido mucha el agua que ha corrido bajo el molino, como suele decirse.
Debo confesar que fueron varias las ocasiones en las que me vi tentado a dejar este Diario tal y como estaba, a tirar la toalla. O a partir el lápiz y ahorrarme el trabajo. Es decir, ¿qué sentido tenía escribir algo que probablemente nadie leería? ¿Para qué perder el tiempo, por mucho que lo tenga de sobra, narrando las peripecias de unas personas que ya estiraron la pata? ¿Quién podría leer esto?  Es más, ¿a quién podría interesarle tal cosa?
No obstante, luego de leer todo lo que he escrito, que sorprendentemente ha sobrepasado por mucho los cien folios, me di cuenta que lo correcto es terminar lo que empecé. No tanto porque alguien pueda leerlo algún día, pues estoy convencido de que las probabilidades son casi inexistentes, sino porque el Diario mismo lo merece, y porque es mío. Es mi Diario, es mi historia y es mi
¡Vaya! He estado a punto de poner “vida”, y ha sido inevitable esbozar una triste sonrisa. Recuerdo lo mucho que me liaba con los términos cuando comencé con la descabellada empresa de plasmar mis experiencias sobre el papel. Hasta yo mismo me reía de todas las pelotudeces que escribía. Parece que hubiesen pasado mil años desde que escribí aquella primera frase de la que me enorgullezco y avergüenzo a partes iguales: “Ayer me suicidé de nuevo”. Imagino lo que pensaría alguien si leyera esa frase. Tan contradictoria y desconcertante…
Como decía, tal vez sería erróneo calificar a esto como vida, pero aun así también está claro que nunca imaginé que la muerte, al menos mi muerte, sería algo así. Viendo las cosas desde esa perspectiva, mi existencia está más cercana a la primera que a la segunda, por lo que creo estar en pleno derecho para decir que si he decidido llevar hasta el final este Diario ha sido porque en él he plasmado, si no los aspectos más representativos, al menos sí los más significativos y trascendentales de mi vida.
Mi historia lo merece, y aunque a partir de ahora la narración se aleje de lo que comúnmente se conoce como “Diario”, éste también se ha ganado mi esfuerzo. Además, si uno escribe algo tan personal como esto no es con el fin de ganar notoriedad ni reconocimiento de ninguna clase. Ante todo, uno escribe para sí mismo, para exorcizar sus demonios, para hallar una paz que muchas veces es esquiva y otras tantas engañosa. Para encontrar aunque sea un poco de tranquilidad. Escribiendo, uno suele descubrir que lo que en un comienzo consideró equivocado, al final no lo era. O viceversa. Escribiendo, uno consigue observar las cosas bajo una nueva luz…
En todo caso, ahora que todo terminó, tendré tiempo de sobra para llevar el Diario hasta el final. Eso, o me dejo de llamar Alan Santos.


2

Que no esté equivocado, fue mi último pensamiento coherente cuando me arrojé por los ventanales del último piso del edificio de Alcides Carvajal, llevando a un George malherido conmigo.
Y después todo fue caer, sí, pero no sabría decir con exactitud cuánto duró la caída. A decir verdad, en momentos como ese el tiempo deja de tener importancia, se convierte en algo casi irreal, insustancial. No era la primera vez que me tiraba de un edificio. Ya lo había hecho anteriormente, poco antes de que conociera a George, pero en esa ocasión me había lanzado desde un décimo piso. Aun así, por extraño que pueda sonar, y a pesar de haber veintiocho pisos de diferencia entre ambas, esa segunda vez sentí que la caída duró mucho menos. Quizá por el estado de tensión en que me encontraba, o por el temor de haber cometido un terrible error, pero todo me pareció muy efímero.
Sólo me recuerdo a mí mismo imaginándome las más catastróficas escenas, viendo terribles imágenes en mi mente, mientras al mismo tiempo trataba de girar mi cuerpo para quedar debajo de George y ser yo quién recibiera todo el peso de la caída.
Era él quien me preocupaba, por supuesto.
Y quizá el viento ayudó, no sé, pues en el último instante, justo antes de que la despiadada calle de cemento nos recibiera, logré impulsarme a duras penas en el aire para acomodar la posición de nuestros cuerpos, procurando proteger a George con mis brazos.
Y entonces sentí el impacto en mi espalda.
El dolor fue atroz, como siempre, pero igualmente pasajero. Sentí que mis huesos se partían en pedazos, desgarrando carne y músculos, y después llegó la oscuridad.
Como en anteriores ocasiones, me sentí desorientado y un poco mareado. Me di cuenta, como en un sueño, que George no estaba conmigo, pero en ese estado no sentí tristeza ni preocupación. Es muy raro, y como dije en otro momento, el tiempo parece no existir. Los segundos son horas, las horas meses, y un día en esa penumbra puede convertirse en un millar de años. Pasado un momento sentí una vez más una fuerza tremenda que me halaba a toda velocidad, y entonces desperté.
Estaba en el claro.



3

Era mediodía.
Me hallaba boca arriba, con una fina brisa bañando mi rostro. El día estaba nublado y triste. Permanecí unos momentos acostado, con la mente en blanco, algo desubicado.
Casualmente, siempre que despertaba en el claro los días habían sido soleados, por lo que todas las veces me había visto obligado a entrecerrar los ojos e incorporarme, encandilado por la intensa luz. Pero esta vez fue la excepción, razón por la cual mi sentido de la orientación se vio aun más trastocado.
Fue entonces cuando todos los acontecimientos de las últimas horas me invadieron como en un torbellino.
Diego Bialos y su historia, la corta visita al Zaguán, el viaje a Nérida, el ominoso edificio y su extraño decorado, la interminable ascensión de los treinta y ocho pisos, el encuentro con Carvajal, el perturbador tipo con el apellido impronunciable, Jessy amordazada, la traición de Bialos, la discusión, los disparos, George herido y…
¡George! ¡Dios Santo, por un momento me había olvidado de él!
Me incorporé rápidamente y observé a mi alrededor con un nudo en la garganta, temiendo lo peor.
El claro estaba vacío. Sólo se escuchaba vagamente el rumor del arroyo cercano y el susurro de las hojas de los árboles mecidas por el viento. Creo que palidecí.
Comencé a llamarlo por su nombre mientras caminaba de aquí para allá, buscándolo, pero todo parecía indicar que era una búsqueda infructuosa. No había el más mínimo rastro de él. Por más que estuve varios minutos dando vueltas por el claro y sus alrededores, no encontré ninguna señal de su presencia.
Me sentí culpable. Terriblemente culpable.
Todo había sido una estupidez. Pensar que podía traer a George conmigo al claro era quizá la peor de las pelotudeces que había cometido en mi vida. La verdad es que en medio de la discusión con Carvajal y el repentino tiroteo que le siguió no había habido tiempo para pensar detenidamente, y en ese momento de indecisión, con Jessy secuestrada y George herido, consideré que era una buena idea llevarme al menos a George y dejarlos a ellos igual que al comienzo.
No hacía mucho, en uno de los pocos momentos de ocio que me había quedado en los días anteriores al confrontamiento con Alcides y sus hombres, había estado reflexionando en la forma en que algunos objetos, que lográbamos utilizar y manipular, poco a poco pasaban de la realidad hacia este plano intermedio entre la vida y la muerte, convirtiéndose así en objetos de nuestra propiedad. Ya me había pasado con algunas cosas, entre ellas, por mencionar algo, justamente los lápices y folios en los que aún ahora sigo escribiendo estas líneas. Había pensado mucho al respecto, e incluso había intercambiado impresiones con George.
Por ende, en ese momento, sin saber muy bien qué hacer, todas esas ideas se me vinieron a la cabeza, y por alguna razón se me ocurrió que así como los objetos pasaban a ser poco a poco de nuestra propiedad, también las personas podían llegar a serlo. Que a lo mejor esa especie de vínculo irrompible podía llegar a darse de manera incluso más fuerte con un ser humano, aunque fuera con uno que está muerto.
Pues bien, no hubo tiempo para pensarlo mucho.
Disparé contra los ventanales, agarré a George y me lancé, esperando, como dije anteriormente, no estar equivocado…
Y ahora todo parecía haber sido en vano.
Traté de consolarme pensando que de todas formas el destino que le esperaba a George en las oficinas de Carvajal tampoco era el más halagador, que lo más seguro era que cuando volviese ya hubiera muerto, desaparecido, perdido en la nada que le esperan a los que caen víctimas de otro ser muerto… Pero de poco sirvió. Seguí sintiéndome terrible.
Presa de la desesperación, caí de rodillas y me llevé las manos al rostro, sollozando. Apenas en ese momento comprendí la magnitud del cariño que le había tomado a George, el primer amigo, el único amigo, que había conocido luego de palmarla. El mismo que había estado dispuesto a ayudarme a como diera lugar, aunque eso significara llevar las cosas hasta sus últimas consecuencias.
Recordé todas las cosas que habíamos vivido en las últimas semanas, lo que sólo hizo incrementar mi dolor…


4

No sé cuánto tiempo permanecí así, acongojado hasta el punto de sentir un dolor opresivo en el pecho, pero al fin terminé poniéndome en pie y encaminándome ladera abajo hacia mi casa. Ahora sólo quedaban Valeria y Curru como único apoyo. No podía olvidarme de ellas.
Eché un último vistazo al claro y comencé a andar.
No había dado una docena de pasos pendiente abajo cuando sentí un extraño rumor, como un ronroneo, similar al que se siente cerca de los cables de alta tensión. Me detuve y miré alrededor. El rumor se intensificaba y, para mi sorpresa, parecía proceder del claro que acababa de dejar atrás.
Hubo un último incremento, una sonido seco y luego se hizo el silencio.
Volví sobre mis pasos, dispuesto a descubrir de dónde procedía exactamente el ruido y qué lo producía.
Llegué al borde del claro, y por poco me da un colapso.
Allí, en el centro del claro, había una figura acostada de lado, maltrecha, agarrándose el vientre con las manos y tosiendo débilmente. Lo reconocí de inmediato.
Era George.
Me quedé petrificado unos segundos, tratando de asimilar lo que veían mi ojos. Me había resignado a su desaparición, y verlo ahí, de nuevo ante mi vista, me parecía una extraña alucinación.
Corrí hacia él y me arrodillé a su lado.
—¡George! —dije—. ¿Estás bien?
Él sólo pudo seguir tosiendo por toda respuesta. Miré estúpidamente a mi alrededor, como esperando que llegara alguien en nuestro auxilio.
—Alan… —dijo entonces George en un susurro casi imperceptible.
—Mierda, me pegaste un susto de muerte. Llegué aquí y no te vi por ningún lado. Pensé que te había perdido… Ya me había resignado a lo peor…
—¡Pero si sólo tardé unos segundos! —exclamó por lo bajo.
—Qué raro… Yo llegué hace media hora…
—Si tú lo dices…
—Me alegra verte, compañero —confesé.
—A mí no mucho, Alan, pero qué le vamos a hacer… —respondió él, guiñándome un ojo.
Tenía el ceño fruncido en un gesto claro de dolor.
—Bueno, no hay tiempo que perder, George. Esto es lo que haremos: tú te quedarás aquí y yo iré a buscar ayuda. No tardaré, te lo prometo… Dado el caso, contactaremos a Ferrari, y si es tan efectivo como dices, seguro que él sabe de algún médico o de alguien que te pueda curar…
—Esto no tiene cura, Alan.
—¡No digas eso! Saldremos de esta. No tardo.
—No, Alan. No quiero quedarme solo.
—No digas pelotudeces; esa especialidad es mía.
—En eso estamos de acuerdo, viejo Alan, pero no quiero quedarme aquí. Además, no estoy tan mal como pensaba. Siento como si me hubiesen dado el puñetazo en el estomago más fuerte del mundo, pero de resto estoy bien. De verdad.
Lo miré con escepticismo, pero no tenía opción; cuando a George se le metía algo en la cabeza, no había quien lo hiciera cambiar de opinión.
—¿Estás seguro? —pregunté una última vez.
—Sí, Alan, ya corta el rollo y vámonos.
—Está bien. ¿Puedes caminar?
—Sí, creo que sí. Aunque no me caería mal un poco de ayuda.
—Bueno, vamos a levantarte.
Cogí su brazo izquierdo y lo pasé sobre mis hombros, asiéndolo con mi mano izquierda. Luego, pasé mi brazo derecho por su espalda y lo agarré de la axila. George gimió.
—Descuida —dijo—, es sólo que duele un poco.
—Te llevaré a casa. Valeria y Curru nos ayudarán. ¿De acuerdo?
—Okey… —susurró.
—Bueno, a la de tres. Uno… dos… ¡tres!
Me puse en pie, levantando a George conmigo.
—Conozco un trecho un poco sinuoso pero poco empinado —dije, más para tranquilizarme a mí mismo que a George. La idea de caminar con él hasta la casa no me daba muy buena espina, pero no había más remedio. Y temía tratar de aliviar su herida, no fuera que terminara empeorando las cosas.
Caminamos unos cuantos pasos hasta el borde del claro.
—No lo hacemos tan mal, ¿eh, Alan?
Gruñí.
—Eso aún está por verse —dije.
Y comenzamos a bajar por la ladera.


5

El descenso fue peor de lo que pensamos.
La brisa que caía hasta hacía unos minutos había cesado, pero la tierra había alcanzado a humedecerse lo suficiente como para obstaculizar mucho nuestro avance. Bajábamos en zigzag tratando de evitar las zonas más empinadas, pero aun así el peso combinado de los dos hacía que trastabilláramos constantemente.
Cuando llegamos al conocido trecho que había mencionado me di cuenta que las cosas no mejorarían en absoluto. El camino era poco empinado, es verdad, pero la tierra en esa zona, quizá por el constante uso, estaba traicioneramente lisa. Sus suaves curvas eran llevaderas, pero pequeños charcos de lodo se atravesaban aquí y allá, complicando la marcha.
No habíamos caminado un centenar de metros por el estrecho sendero cuando decidí seguir por la ladera. Era más empinada, pero no estaba tan resbaladiza y avanzábamos más rápido.
—¿Estás bien? —pregunté en un momento dado.
—Como una uva —respondió George.
No obstante, tenía un mal presentimiento y comenzaba a temer que cuando llegáramos a casa fuera demasiado tarde.


Más adelante, llegamos a un cruce de caminos y nos topamos con un grupo de chicos acompañados por un adulto, que charlaban alegremente mientras avanzaban por la ruta del Lago Alto. Todos parecían rondar entre los nueve y trece años, pero había entre ellos un pequeño de unos seis años de edad, por lo que pude calcular. No sé si escuchó algo. Yo me había detenido, esperando a perderlos de vista para seguir avanzando. No podían vernos, pero no quería que sintieran algo fuera de lo común. Una ramita crujiendo o algún arbusto meciéndose solo seguro que llamaría su atención. Por no hablar de la muy cierta posibilidad de que diéramos con el culo en tierra.
Estaba observando el avance del grupo, cuando noté que el más pequeño nos miraba fijamente.
Sentí que se me helaba la sangre.
El niño nos observaba con los ojos como platos y la boca abierta.
Yo traté de disimular y miré para otro lado, como restándole importancia. George contemplaba la escena, divertido.
El niño se fue quedando rezagado. No me gustaba nada eso, y menos aun lo que hizo a continuación.
—¡Papá! —gritó.
El adulto que encabezaba la marcha se volvió y miró al chico.
—¿Qué pasa, Santiago?
—Allí, mira.
Y señaló en nuestra dirección.
El hombre miró hacia nosotros, o al menos a lo que calculaba que estaba señalando el chico.
—¿Qué pasa?
—Hay dos hombres ahí, junto a la roca más grande.
Sentí que las pelotas se acomodaban en mi garganta. Sabía que era muy poco probable que el tipo notara nuestra presencia, pero de todas formas la escena no me gustaba ni un poco.
El hombre miró nuevamente y frunció el ceño.
—No hay nada ahí, Santiago. Déjate de bromas. Todavía falta un buen trecho para llegar al Lago Alto, y quiero estar allí con suficiente luz diurna por delante para armar el campamento. No podemos distraernos, y menos con una de tus bromitas sobre personas invisibles.
—¡Pero si es verdad! —se quejó el chico—. Hay dos señores, y uno de ellos parece estar herido.
El hombre bufó de impaciencia. George sonrió y dijo:
—Saluda, Alan. No seas descortés.
Yo sólo pude sentir admiración por él una vez más; en medio de todo, seguía encontrando energías para gastar alguna chanza.
—¡Papáaa! —chilló otra vez Santiago—. ¿Es que no los ves?
—¡Se acabó! —rugió entonces el hombre, y acto seguido volvió sobre sus pasos y agarró al niño del brazo arrastrándolo consigo—. Debí haberle hecho caso a tu madre. Eres muy pequeño para este tipo de paseos.
—¡Pero papáaa!
—¡Pero nada! Vamos, nos estamos quedando atrás.
Me quedé observando cómo se alejaban en pos de los otros chicos, que o bien no se habían dado cuenta de nada o simplemente no le habían prestado atención.
El chico sólo pudo seguir tras su padre en medio de airadas protestas y sonoros lloriqueos, mientras seguía señalando en nuestra dirección.
En un impulso repentino, le hice caso a George y le sonreí al chico, guiñándole un ojo. Supongo que lo cogí por sorpresa, porque cesó en sus protestas y nos miró nuevamente con cara de lelo. Después, sonrió a su vez, antes de desaparecer por un recodo del camino.


6

El resto del trayecto fue más fácil. No mucho, pero sí un poco más llevadero.
La ladera iba convirtiéndose cada vez más en un camino llano y el área, más densamente poblada de árboles, no estaba tan húmeda, por lo que pudimos avanzar más rápido.
Muy pronto pude reconocer algunos contornos familiares.
Estábamos cerca.
Miré a George, que había entrado en uno de sus infrecuentes mutismos. Tosió un poco. Me incliné y noté que sus labios estaban manchados de sangre. Ahí sí que me preocupé; eso no era una buena señal. Le dije al oído:
—George, ¿pasa algo? ¿Cómo te sientes?
—Alan… —dijo—. Sé… sé que suena estúpido, pero… creo que me estoy muriendo…
—¡Mierda! —exclamé—. ¡Te dije que esto era una mala idea, te lo dije! Pero tú seguiste en tus trece…
—Alan…
—¡¿Qué?!
—No… no me sermonees.
Le hice caso y procuré calmarme.
—Está bien. No hables, George. No gastes tu energía.
Éste gruñó nuevamente. Estaba claro que sus fuerzas se le estaban escapando con rapidez. Un poco más y terminaría deshaciéndose en mis brazos, convirtiéndose en una fina estela de polvo oscuro, tal como había sucedido con Bialos.
Reprimí un escalofrío y seguimos caminando.
Un par de cientos de metros más adelante llegamos al lugar donde habíamos tenido nuestra charla con el traidor. Recordé todo lo que nos había dicho, ahora desde una nueva perspectiva. Muchas de las cosas que nos dijo eran ciertas, casi todas en realidad, pero ahora comprendía que todo era parte de su juego, que desde un comienzo estaba en sus planes traicionarnos y darle el chivatazo a Alcides Carvajal.
George gimió de nuevo, y mi ira contra Bialos se acrecentó.
Sabía que su destino no era nada halagador, pero en ese momento no pude evitar alegrarme por su castigo. Los traidores sólo merecen ser pagados con la misma moneda. Además, comprendí en ese momento, por su culpa Curru y Valeria corrían peligro. No había tenido tiempo para ponerme a reflexionar sobre lo que estarían pensado Carvajal y compañía luego de vernos saltar al vacío, pero si decidían que yo seguía vagando en este plano, mi casa y la de George serían los primeros lugares que visitarían sus hombres para comprobarlo.
Entonces temí lo peor.
Recordé que debían ser casi las dos de la tarde.
Merced a los motivos más inexplicables, siempre que “moría” en este plano y despertaba en el claro, era mediodía. Así que debían de haber pasado por lo menos doce horas desde entonces.
Tiempo más que suficiente para que los Muertos de Carvajal se hicieran presentes en Los Altos.


7

George estaba cada vez peor. Respiraba con dificultad y apenas podía tenerse en pie. Estaba muy pálido y descargaba casi todo su peso en mi cuerpo. Seguía agachado, agarrándose el vientre, sus ropas empapadas en sangre.
Gemía constantemente.
—Fuerza, George, ya casi llegamos —dije, sintiéndome impotente.
Con un nudo en la garganta, prácticamente recorrí a zancadas los últimos metros que nos separaban de mi casa. George emitió un lastimero gemido, pero ni siquiera tuvo alientos para protestar. Estaba demasiado débil.
Miré en todas direcciones en el perímetro de la propiedad, pero no vislumbré ninguna persona ni auto. Al menos ninguno que perteneciera a Alcides Carvajal.
Aun así, seguía con el incontrolable temor de que me encontraría con una desagradable escena en casa. Aunque para nosotros pareciera haber pasado apenas un par de horas, en realidad había transcurrido medio día desde que saltáramos del piso treinta y ocho del edificio en el centro de Nérida, tiempo suficiente para que hubieran venido, llevándose a Valeria y Curru consigo en el mejor de los casos. No había que olvidar que no todos los hombres al servicio de ese bastardo estaban muertos.
Cruzamos el patio trasero y rodeamos la casa.
El silencio que salía de ella no me daba muy buena espina.
Llegamos al porche y subimos los tres escalones con dificultad. George estaba cada vez más mal y yo, a decir verdad, me hallaba ya terriblemente exhausto.
Me disponía a tocar la puerta cuando ésta se abrió y me topé de frente con Valeria.
Por un segundo me sentí tranquilo: estaba bien. Pero entonces vi su rostro y mi tranquilidad desapareció en un santiamén.
Valeria tenía el rostro desencajado. Estaba ojerosa y pálida, hecha un manojo de nervios.
Me miró, vio a George y poco le faltó para gritar. Se llevó las manos a la cara y exclamó:
—¡George! ¡Alan! ¡¿Qué pasó?! ¡¿Están bien?!
—Es una larga historia, Valeria. Déjame pasar, George está muy malherido. Le dispararon en el estómago.
—¡Oh, Dios! ¡Esto no puede estar pasando!
—Ayúdame a llevarlo al sofá.
—S-sí… —balbuceó ella, y pasó el brazo derecho de George sobre sus hombros. Juntos lo llevamos al sofá y lo depositamos cuidadosamente en él. Tenía muy mal aspecto.
Valeria se arrodilló frente a George y comenzó a acariciarle la cabeza, mesando sus cabellos. Rompió a llorar.
—Esto no puede estar pasando… —repitió una vez más—. ¡Primero Curru, y ahora George!
Me acerqué a ella.
—Repite lo que acabas de decir —exigí, desconcertado—. ¿Qué pasó? Y por cierto, ¿por qué tenías esa cara cuando abriste la puerta?
Ella me miró, sus ojos anegados en lágrimas.
Suspiró profundamente, pareció reunir fuerzas, y dijo:
—Alan…, oh Alan…, Curru se está muriendo…



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